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miércoles, 19 de agosto de 2015

Zapallitos verdes

   
   Estoy en un frío y desnudo salón, en un manicomio, sentado a una mesa escribiendo. Por las noches, sólo me dejan encendida la luz de la luna. A mi lado, en un sillón de almohadas, hay un viejo loco. Con su paso cansino de piernas añosas, quebradas en ángulos, me sigue adonde quiera que voy, a todas partes. Cómo si fuera mi continuación, está siempre, siempre, siempre pegado a mí, porque le doy cigarrillos o por que me quiere. O por alguna otra razón, o por ninguna, o porque sí, o porque no... pero seguramente porque está loco como el mundo, loco de remate, y al peor postor. ¡Porque hay que estar conmigo!
   Yo escribo. El dice que soy el mejor escritor de todos los tiempos. Nunca leyó un cuento mío.
   Yo digo que él es el mejor loco que conocí. Que en la hilera de reparto de demencia él quedó primero. Lejos, ¡eh! A sideral distancia del segundo. Yo soy el tercero, y el último mi papá.
   Hace cuatro años que estamos juntos el viejito loco y yo. En ese tiempo él leyó cada cuento que yo iba escribiendo. Cada vez que terminaba la lectura, se sacaba los lentes, los guardaba en el bolsillo, se recostaba en el sillón, y tomándose el mentón con un típico gesto freudiano, decía cosas como:
   -...el mensaje es muy sutil, la tersura del lenguaje es tácitamente tenue, con algunos claroscuros que logran el exacto valor...
   Era pintor. Antes de ser loco, era pintor. Lo encerraron en el manicomio porque les decía estupideces a las mujeres desde el balcón-ventana de su departamento de Paraná y Arenales.
   -¿Qué les decías, tío -porque yo lo llamo tío-, qué les decías a las chicas desde tu  balcón?
   -...y, yo les decía... hola buena moza... ¿me permitiría acompañarla por las callejuelas que se pierden a lo lejos en la gris ciudad? ...su camino estará siempre pincelado por mis manos...
   ¡Pero qué viejo boludo! ¡Cómo no puede darse cuenta de lo soez-procaz-irrespetuoso-insultante-puerco-promiscuo-chancho inmundo que podía llegar a ser para esas mujeres, que desde la calle, tenían que soportar tales improperios; y para esas otras dos, sus hermanas, que sentían heridos sus delicados oídos de Barrio Norte por las sureñas, casi orilleras palabras de su hermano, que ya no podía pintar porque sus manos estaban ateridas por la artrosis, eternamente pegoteadas de colores, paisajes y óleo! ¿Cuánto era el valor que podían perder sus retratos de niñas sonrojadas, sus naturalezas muertas, sus luces y sombras traducidas por un espíritu que con el paso de los años, como un vino avinagrado, se hizo eso: sólo un fantasma sin espíritu, un fantoche que dice cosas indecentes en un barrio de señoras? ¡Hasta dónde podría caer el prestigio y abolengo familiar cada vez que el viejo de mierda se perdía en el barrio y era traído por la policía! O cuando iba a la verdulería a comprar zapallitos verdes y se iba sin pagar, y ni hablar cuando se cagaba encima delante de los invitados...
   -...los ojos de una niña -él me decía- deben ser como dos agujeros en la tela, dos agujeros en el cielo... llenos de nada, llenos de todo...  de nada, para que puedan ser inundados con lágrimas repentinas... lo  suficientemente grandes como para que quepan en ellos los duendes, las hadas, y príncipes montando caballos alados... Y llenos de todo, porque, ¿qué puede sobrar en la mirada de una niña…?  
   ¡Pero qué viejo boludo! ¡Ya no puede pintar, y encima no se quiere morir!
     -¿Por eso te encerraron, tío?
   -¿...qué?
   -Si por eso te encerraron: el artista de la familia, quien fuera lamentable e irremediablemente devorado por su genialidad, fue encerrado en el hospicio, ergo, tus cuadros valen más.
   -Puede ser –respondió, como a una pregunta olvidada, mientras se recostaba en el sillón tocándose la barbilla; la mirada fija en el alto techo, cavilante-.  Puede ser... pero mis cuadros no pueden ser comparados con sus cuentos... ¿No tiene un cigarrillo?
   Se lo doy. Se lo enciendo.
   -...sus cuentos son superiores; yo diría, casi sublimes...
   -¿Y tus hermanas, tío, cobran tu pensión, ¿no?
   -...tienen esa tristeza que yo nunca pude plasmar en la tela...
   -¡Viejas chotas! 
   -...sus lunas entintadas en las páginas de un libro son más sensuales que las mías, como si hubiera alguien que las amara, en cambio las mías...
   Hace unos días una enfermera me dijo que el tío no ve un “barco en una palangana”. Yo le pregunté si alguien lo había visto alguna vez  (al barco en la palangana), porque quería ser amigo de ese personaje. Me dijo que no me hiciera el tarado, que lo que sobraba aquí eran tarados. Que el viejo no podía leer una palabra porque sus ojos habían olvidado el sentido de las letras, como me explicó después un médico.
   Ese día le di un cuento. Fue el mismo día en que descubrí que mi padre no había muerto, sino que todo era una mentira para no venir a visitarme. El cuento estaba escrito únicamente con letras ‘equis’; unas tras otras, separadas en grupos formando falsas palabras... ¡ falsas palabras...!                
  Tardó veinte minutos en leerlo, un poco más de lo habitual. Se sacó los lentes, se recostó en el sillón limpiándose los lagrimales, y sin mirarme a los ojos, casi de manera distraída me dijo:
   -¿Tiene un cigarrillo?
   Se lo di. Se lo encendí.
   -...esto es único, es lo que siempre traté de lograr, es el dominio total de la luz; son todos los colores en uno...
   Me fui derecho para la guardia. Le pregunté al médico si el tío podía distinguir una equis de otra letra, o si podía haberse dado cuenta... Me dijo que no. Era imposible.
   El tío nunca había leído un cuento mío.  
   No sé porqué hasta el día de hoy dejé que el engaño siguiera. No sé si una cierta piedad me frenaba a descubrirlo. Si todo se había convertido en un juego, para él y para mí. Un juego donde la única regla era tácitamente secreta. O, lo más probable, porque las interpretaciones del tío sobre mis cuentos parecían ser las de un viejo maestro oriental: escuetas metáforas hermosamente traducidas por el conocimiento que dan los años. Claro, ¡y su edad! El tío podría haber sido mi padre. En definitiva había sido como mi padre. Todo este tiempo me había mentido... como mi padre. 
   Ahora, bajo el dictado de la luz lunática, estoy terminando un cuento. Habla de un viejo y un joven encerrados en un manicomio.
   El viejo está sentado a mi lado, esperando que termine mi trabajo para pedirme un cigarrillo.
   Arranco las hojas. Se las doy.
   -¿No tiene un cigarrillo?
   -No, primero leé el cuento.
   Se pone los lentes, cruza las piernas, se acomoda el pantalón y alzando las cejas comienza su particular lectura. Yo lo observo; es como si viera al fantasma de mi padre…
   Me devuelve las hojas, se saca los lentes al tiempo que humedece sus labios con la lengua.
   -...es un cuento de contrastes, donde nada es lo que parece ser, un cuento donde usted juega de manera expresionista con el tamaño de las cosas...
   -¡No, viejo de mierda! ¡No te hagas el boludo! Quiero el tema, quiero que me digas exactamente de que se trata...
   Me mira sorprendido, como no entendiendo mi enojo. Se incorpora en el sillón y abriendo sus manos viejas me dice:       
   -...trata de dos hermosos veleros, navegando en una palangana...
   No nos decimos nada por unos minutos. En el hospicio todos duermen.
   Después, yo le digo: -¿Querés un cigarrillo, tío? 
   Y él me dice: -Sí.









Autor: Cristian Crucianelli

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