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domingo, 19 de abril de 2015

¿Has visto al hombre alguna vez?


...has visto al león saltar la pared?

La noche era serena, sin luna. Un fino rocío, casi imperceptible, caía sobre la piel de la ciudad. Yo lo vi, era menos que humano, más que animal. Oí el silencio que hacían sus pasos sobre el asfalto. Sentí hambre en las tripas cuando lo vi. Y lo seguí.
Algo dentro de mí se desgarró esa noche. Sentí el ruido de una gran compuerta abriéndose a lo lejos en una profundidad extraña. Mi ser era el reflejo de un gran pasillo de luces y sombras proyectadas en las paredes. No había ruidos humanos, sólo metal contra metal, y una respiración profunda despertándose al final de túnel, donde la luz se hace penumbras y destellos. Un humo viejo se desliza bajo, casi quieto. Ruidos de cadenas conmueven el aire y las luces salpican blancas y negras las informes siluetas de polvo denso y gris. Todo sucede dentro de mí pero no hay nada humano allí. Alguien ha alimentado a la bestia en lo que ya fue, pero un nuevo hambre la despertó de su letargo. Hay un sola salida de la visceral cueva, pero, para ello, la carne de mis músculos será atravesada. Los ruidos se acallan secamente y el silencio se adueña de la penumbra. La bestia está quieta pero ya no espera. Todo se oscurece desde lo profundo hasta mis ojos. La luz de Dios se apaga por un instante y las campanas del infierno dejan de tañir su sórdido sonido. El aire es sólido, pesado como una piedra. Ya nada puede ser cambiado. Lo atado se desata. La ciudad ignora lo inminente, pero igual se estremece en un temblor subterráneo, y calla... 
Todo es silencio y oscuridad. Dentro de mi carne, donde sucumbe el abismo, estalla el rugido de un león. ¿Lo has visto alguna vez? 
El templo se ilumina. La portentosa bestia yace sobre una piedra, anclados los grilletes de sus cuatro patas. Abre las fauces y el humo de su aliento se disipa en remolinos. Ruge el león. Sus amarillos ojos se encienden en la negra cabellera. Ruge el león, y con la furia de un movimiento rampante destroza las cadenas. Se remueve sobre la piedra. El polvo desciende a sus pies. Su mirada, somnolienta, busca, al despertar, reconocer el lugar donde ha nacido. Finalmente, se yergue sobre la piedra y salta...
Sus garras se clavan en la tierra, desgarrándola en trozos. Galopa hacia la salida; y en su cabellera lleva el viento. Algo se desgarra dentro de mí... y escapa.
Se oye el grito de una bruja agonizando y la risotada de una nodriza mientras lava sus manos en agua tibia. La campana de la iglesia cae destrozándose en sonidos. 
Un recién nacido es abandonado en un baldío dentro de una bolsa de arpillera. La luna comienza a mostrarse en creciente. 
¿Has visto al león? ¿Oíste el silencio de sus pasos acariciando el asfalto?
Las gentes cierran las puertas de sus casas. Las madres abrazan a sus hijos. La luna se eleva en el cielo iluminando la silueta de la ciudad. La bestia está suelta, recorriendo la plaza desierta. Una hamaca pendula con el viento de la noche. El león olfatea el aire y penetra en el baldío. El niño llora. El niño llora. ¿Has oído su llanto? 
La ciudad desolada aguarda la salida del sol. Mientras, el león, clava sus dientes en la arpillera. ¿Has visto su sombra? ¿Has visto la luna ponerse?
El león abandona el baldío y va en tu búsqueda. 
¿Has visto alguna vez sus ojos? 
Antes del amanecer encontrará tu casa. Saltará la pared, rondará tu jardín y se asomará a tu ventana. Entonces, cuando amanezca y abras tu puerta, verás a tus pies a un niño gimiente envuelto en arpillera y a un majestuoso león rugiendo al sol en tu tejado. Ése, es el hombre. Pero ya no está en la casa.













Autor: Cristian Crucianelli

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