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sábado, 12 de julio de 2014

Desde lo alto



   ¡Volar..! ¡Volar..!  

  El fuselaje se inclina. Las ruedas abandonando el acero. Estoy en el aire. Pronto, el mar es una masa azul y silenciosa. Se desliza bajo el avión con sus ondas que esconden en las profundidades su misterio. Las alas cortan la noche en dos tonos de azul. Arriba, el cielo salpicado de estrellas, azul cristalino, tridimensional. Abajo, un azul verdoso y platinado, con su movimiento incesante. Todo es un gran espejo dividido en falsos reflejos. 
   Desde niño me emocionaba ver aquellos aparatos atravesando las nubes, surcando el viento, desobedientes de la ley natural.
   Fue cuando el hombre pudo volar, cuando despegó sus pies plomizos de la tierra dejando atrás polvo revuelto; fue en ese maravilloso instante, en el que se convirtió en semidiós; cuando dejó de arrastrarse como una serpiente sobre la grava.
   ¡Volar..!
   Un desafío a la luna, un acercamiento al sol, a las estrellas. Nació un nuevo paisaje, redondo, total. La tierra clavada allí -donde debe estar- abajo, como un lienzo manchado de quietud. Un animal torvo que necesita del cielo para calmar su sed. Que necesita del aire para sobrevivir. Todo, abajo, es parásito y perezoso. El aire y el cielo no necesitan nada. El cielo contiene mil mundos. El aire, finge no existir para que nada perturbe su vuelo tranquilo.
   ¡Volar..!
   Cerrar los ojos y jugar con el universo. Abrirlos y contemplar la más mágica de las pinturas.
   El rugir de los motores es una música metálica que acelera los sentidos, que aísla en una completa soledad, sintiéndose uno mismo el único, el absoluto único.
   Imprimo velocidad. La butaca parece tragarme. Los ojos se entrecierran. El paisaje se transforma, se hace inatrapable, abstracto. Si no hay belleza, hay que ir en su búsqueda.
   Acelero, muevo los deflectores y me elevo. Las alas, que parecen nacer de mis hombros, me inclinan.
   El mundo se mueve. Estoy suspendido en el aire, así como Dios se suspende en algún lugar del Cielo.
   Y el mundo se mueve... se mueve para mí.
   Abandono mi cuerpo al vértigo del máximo movimiento. Nubes nocturnas me atraviesan penetrando el metal, mi piel, mi carne, huyendo húmedas hacia el pasado.
   Dejo el mar. Vuelo sobre la tierra, sobre su pesadez. Los ríos la agrietan lastimándola, como rajaduras en un muro. Puentes, caminos: cemento, cemento por todos lados. Pequeños caseríos. Maquetas que desaparecen en dibujos borrosos. Y a lo lejos... la gran ciudad. Se agiganta con sus luces titilantes, como una falsificación del cielo.
   Sé que la tomo por sorpresa. A medida que me acerco, mi corazón brama con las turbinas. Ya estoy arriba, dominante. Puedo ver las calles con sus autos deslizándose como insectos rastreros. Veo los edificios, hacia lo alto, tratando inútilmente de rozar la piel del cielo; y los pequeños puntos moviéndose sobre el cemento.
   Desgraciada ciudad: ¡Me cago sobre tu bajeza! ¡Vuela, ciudad..! ¡Vuela..!
   
El delirio ha comenzado. Me elevo, aceleración a velocidad máxima. Muevo mis alas y giro a cientochenta grados. Debo regresar. No me agrada la idea de tener que descender aunque sea un instante. Pero, seguramente, antes de llegar al portaaviones, me estará acariciando la tibieza dorada del amanecer, después del bombardeo.





Autor: Cristian Crucianelli

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cristian_crucianelli@yahoo.com.ar
Face: Cristian Cine Nauta