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viernes, 12 de diciembre de 2014

Fumata en dos colores y el sol del Sur...


Fumata gris, llueve sobre la Plaza San Pedro. Las banderas no pueden detener la lluvia y las gotas se detienen en sus bordes sin llegar a caer... esperan el gran momento del anuncio de la elección de Dios. Sigue la expectativa, la chimenea tarda en elevar su mensaje níveo. Niños miran al cielo sin palomas: quieren ver el futuro. Ancianos ven su pasado, largo, como un camino largo de un laberinto desenrollado de tanto recorrerlo. Desean saltar sus paredes y volver atrás. Pero la fumata todavía es gris, así es gris la espera; cada vez más parduzca, cada vez más negra. Las banderas están por desprender su llanto. Una de ellas mueve sus alas celestes hacia el sur, sabe que algo importante puede pasar. Puede pasar ahí, en la Plaza de San Pedro, y puede pasar en los mástiles del sur, sufridos, desnudos, desabrigados. Dios por mucho tiempo golpeó ese trapo contra las cuerdas, las puso tensas y la tela se fatigaba contra los metales con ruido sordo... en las casas gubernamentales, en las canchas, en los potreros de pelotas de medias agujereadas, en los patios de los colegios, en cada una de sus almas argentinas bañadas de sol sonriente partiéndola al medio como una sonrisa boba parte la cara que quiere ser feliz. Esa bandera que suele ser remolona o temerosa, quizás, esa que sube un metro y vuelve a bajar unas cuantas palmas, en la Plaza San Pedro, no se esconde, y brilla en su vuelo (el más alto) sostenida por las manos de un pueblo que no baja sus brazos, que no baja sus banderas. La fumata, como un espiral de un gran habano de tabaco mojado no atraviesa la nube más baja, no se atreve a elevarse más alto que la bandera más alta. El humo se avergüenza de si mismo y desnuda su color. Palidece de angustia y se entrega. Los niños, los ancianos, hombres y mujeres, saben que Dios por fin a posado su mano en sus hombros; los acaricia, uno por uno... y se atreve a salir por la curva chimenea. Blanco ahora, sí, ahora el humo es blanco... Tampoco sube al cielo, sus volutas sobrevuelan sobre los rostros de los niños, se arrastran sobre las canas de los viejos. Y llegan a destino. Se posan y concentran todo su humo en el pecho inflado entre celeste y celeste, donde lo recibe una sonrisa tímida con rayos de estrellas. Finalmente, todas las miradas se dirigen al gran balcón, las lágrimas contenidas al filo de las banderas de todo el mundo, están por desprenderse hacia su destino. Muchas quedarán suspendidas en el aire. Otras, las que albergan ese sol que pudo haber sido asesino, caerán, caerán en cada ojo argentino.
Se abre la gran puerta. Un cardenal sarmentoso y de palabras dudosas, como las del agua de una cascada en tiempos de sequía, mirá a la multitud y dice:
"Annuntio vobis, gaudium magnum, Habemus Papam". 

Luego, la historia continua, la historia ya no importa. Porque, eso, eso es puro cuento.






Autor: Cristian Crucianelli


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lunes, 10 de noviembre de 2014

Cuando yo amanezca




      En un sueño... de la nada, surgió en una vereda de cualquier calle, una mujer tomada de la mano de su niña. Dirigiéndose a mi madre, quien estaba encerrada en una casa totalmente acristalada, con elevada voz y señalándola desde este lado del vidrio, le dijo de manera perentoria: 'El cumpleaños de quince de la nena se lo voy a festejar el 15 de agosto'. Yo aparecí detrás, parado en la calle, sin ser visto. Con el aplomo que tiene el que viene de ningún lugar, dije con voz tranquila pero firme, normalmente masculina: 'No, el cumpleaños de quince se lo vamos a festejar el 4 de febrero. Ella nació un 4 de febrero, y ahora tiene diez años'. La pequeña, que desde su casi eternidad infantil, ni siquiera había visto mi sombra, al escuchar mi voz, se volvió hacia mí, sus cabellos danzaron por un instante y se posaron de nuevo sobre sus hombros. Me miró como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Soltó la mano de su madre -ésta no hizo nada para retenerla. La niña caminó hacia mí, se colgó de mi cuello y me dijo: 'Papi, yo me quiero ir con vos'. En su perfume infantil, percibí un suspiro que aquietaba sus latidos, acompasándolos con los míos. No se soltó de mi cuello, sus piececitos colgando a decenas de centímetros del suelo. Recostó su cabeza en mi hombro y, yo, ya sin verle el rostro, volví a oír su voz 'Me quiero ir con vos'. El apretón de sus brazos alrededor de mi cuello, me dio la seguridad de que estaba bien, de que ya nunca volvería a caer. La madre no atinó hacer nada y nada dijo. Yo miré fijo a mi madre -le di paz con mi mirada-, me di vuelta, y me fui con mi niña aferrada a mi cuerpo. No sé adónde nos fuimos, pero nos fuimos juntos. Seguramente ahora está dormida, soñando... yo también. Ya, cuando yo amanezca, voy a despertarla con pan con manteca, y aroma a café con leche.







Sueño de la noche 
del 8 al 9/11 de 2014


Autor: Cristian Crucianelli

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miércoles, 29 de octubre de 2014

Nocturno


Arriba, las ideas acuden a la mente sin aviso
como enfermedades malditas, como plagas
negras palabras, sentimientos pardos
Abajo, en el estómago, pisadas de la noche.

No hay luz en el pajar del sótano
algo corre sobre el madero de las vigas
se detienen y miran, ríen
¿pájaros encerrados en un zócalo?

Murciélagos sin alas mordiendo la madera
roen la memoria con sus dientes
animales brujos o brujas animales
ruidos y alimañas, aquelarres en la noche.

¡Ratas, ratas, ratas!
Rasguñan el cerebro del niño viejo
Resplandecen sus dientes como risas
burlándose de lo excelso y lo perfecto.

Clavo mis uñas, muerdo y saboreo entre mis labios
quiebro sus huesos con chasquido de hojas secas
sudando su sangre de mi boca miro al cielo
y satisfecho, vuelven mis pasos a andar por los tejados.







Autor: Cristian Crucianelli
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miércoles, 1 de octubre de 2014

Chinita


Ya basta de cabezas gachas; 

basta de trompita y nariz fruncida; 

basta de ojitos caídos. 

Basta. 

Arriba esos ojos,

contemplá el cielo. 

Hay varios soles brillando


y uno lo hace sólo para vos.








Autor: Cristian Crucianelli

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jueves, 11 de septiembre de 2014

Alguien te está esperando


  
   El agua se desliza por el cristal deformando las siluetas de los árboles. Desde la ventana de su cuarto del primer piso de la casa de pensión puede ver la calle desierta. Sólo un perro vagabundo corre a refugiarse bajo las chapas de un puesto de diarios. Alguien golpea tímidamente a su puerta. El llamado se repite mientras su mirada se mantiene fija en la ventana. El no responde al llamado que vuelve a repetirse. Un ruido de pasos livianos se escucha más allá. El crepitar de las gotas de lluvia en la ventana flota sobre el silencio que, como un habitante invisible, reposa en el cuarto. Los minutos pasan pesadamente. Diez, veinte quizás. Por fin va hacia la puerta y la abre. Sus labios se separan con tibia humedad y... Despierta. Despierta por enésima vez. Y por enésima vez con su boca sedienta de aquel beso. Trató de retener el sueño, pero se fue borrando, confuso, y, con él, el rostro de la joven. Permaneció unos minutos con sus ojos cerrados, el cuerpo inerte sobre la cama, con una impune sensación de soledad. Luego se sentó acariciando con las manos sus cabellos, peinándolos con los dedos. Afuera llovía.
   Se despertó en medio de uno de esos sueños que se venía repitiendo obstinadamente. Un sueño que lo despertaba siempre en el mismo instante; como una película interior que se detuviera en el mismo fotograma, en la misma imagen: él, parado frente a la ventana de su cuarto, contemplando la ciudad mojada por una persistente lluvia. Alguien golpea su puerta. Sin más, la abre. Tomándose las rodillas con sus manos, una jovencita, casi adolescente, se acurruca en el primer escalón de la escalera. Sus ojos brillan con inocencia en la penumbra y lo miran parpadeando. Su cuerpo se balancea suavemente. Está descalza, el cabello despeinado en cortos mechones rubios. Lo mira en silencio. Su boca parece a punto de moverse para decir algo parecido a una disculpa. Pero en lugar de eso, abre los labios en una sonrisa tímida y sensual. Él con un ademán le hace una seña para que se incorpore. La muchacha, sin dejar de mirarlo, se pone de pie, abrazando su cuerpo como si tuviera frío. Él siente el irreprimible deseo de estrecharla en sus brazos y abrigar su fragilidad con tibias caricias. Pero algo se lo impide. Sólo atina a hacerle un gesto para atraerla hacia sí. La joven  se acerca lentamente hasta que sus cuerpos casi se rozan. Sus ojos, que miran desde abajo, se entrecierran, mientras su boca se abre reclamando un beso.
   Tomó la pistola de la mesa de luz, revisó el cargador y se la calzó en su cintura. Aún era temprano para lo que tenía planeado hacer, pero ya se le había hecho una necesidad llevar la pistola consigo, a toda hora. La sentía como si fuera parte de su cuerpo. Encendió un cigarrillo, aspirando profundamente el humo. Deseaba imperiosamente que algo extraño a su cuerpo penetrara en él. Fue hasta la ventana con gesto desolado. Volvió a pitar el cigarrillo. Afuera, las primeras luces se encendían. Largó el humo haciendo anillos en el aire, que iban creciendo excéntricamente hasta desaparecer, como los resabios de su sueño. Miró su reloj. El tiempo parecía detenido, adherido al cristal húmedo de la ventana. Aún era temprano para lo que debía hacer. Se recostó en la cama. Poco a poco un sueño profundo lo fue venciendo.
   Fueron tres golpes, duros y secos. Tardó en reaccionar. Los golpes en la puerta se repitieron. Se acercó con una sensación, mezcla de incredulidad y fascinación. Sin más, abrió la puerta y se asomó. Escuchó los gritos de advertencia. Tres sombras se escurrían a ambos lados de la escalera. Desesperadamente atinó a sacar su arma. Desde el primer escalón estallaron siete disparos. Sintió que algo extraño penetraba en su cuerpo, pero creyó que ya era demasiado tarde. Mientras caía llegó a oír la tosca voz de uno de los policías: -¡Ya era hora de que te encontráramos, hijo de puta!          
  
   Ese rostro de muñeca bellamente rubio, sensual, obsesivamente atractivo, se esfuma hasta ser la insustancia de una fantasía. A través de la ventana puede oír el crepitar de las gotas de lluvia. La calle está desierta. Sólo un perro vagabundo corre a refugiarse bajo las chapas de un puesto de diarios.

   Alguien golpea a su puerta. Apoya su frente en el cristal frío y cierra sus ojos.










Autor: Cristian Crucianelli

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sábado, 9 de agosto de 2014

Apocalipsis

   
   Aquí el cielo es claro y acuoso. Se traslucen, en estratos veteados, los negros y los rojos. Es el cielo del gran ocaso. El ocaso que profetiza que este día será el último día. Que la noche se eternizará con la luz de las estrellas, absorbiendo todos los futuros para siempre
…y el mar, tibio, acomodándose a cada pliegue de mi piel…
   ¡Jamás!, jamás, ser alguno de mi especie podrá olvidar este lugar, aunque quiera hacerlo… A este refugio no es posible volver. Y si alguien retornara, lo haría sólo en recuerdos borrosos, sin palabras, porque no las hay. Y, de haberlas inventado, pecarían de un dolor insoportable.
   Mejor así, entonces.
   El futuro, en su viaje hacia la nada, dejó para mí este mínimo presente, que más que una porción de tiempo, es el tic tac de un reloj golpeando en mi cabeza.
   Me dejo llevar corriente arriba por los afluentes del tiempo, hacia allí, donde brotan los comienzos
…soy un pez y tengo alas, creo…
   A veces puedo estar volando en tus sueños. Volando y nadando en un miasma hecho de mar y de cielo
…hermanos, indistintos…
   Todavía el cuchillo del horizonte no afiló su acero para partir en dos su alma siamesa.
…aquí no hay cuchillos, creo…
   Aunque de vez en cuando toco tierra. Primero un pie, después el otro. Danzo. Brinco. Me hamaco. ¿Lo notás? ¿Te alegra? Es mi forma de hablarte.
   Cuando me despierto y me desperezo te hablo sin querer. Estiro mis brazos y mis piernas y te digo cosas que ni yo entiendo. Deben ser bellas historias, porque aquí, todos los sueños son bellos.  
   No entiendas mal. No lo hagas. Es la única forma que tengo de acariciarte, así como acaricia el corazón dentro del pecho. “Estoy vivo”, te dice, y te golpea inflando su propio pecho para decirte que vos también lo estás
…mi corazón, como un reloj triste, me dice otras cosas…
   Me voy. Dejo este lugar. Quizás vuelva en otra ocasión, pero en ese quizás, no seré yo, probablemente.  Deseo volver aquí, a mi refugio. O a otro. Con otro miasma tibio de mar y cielo. Quizás vuelva para tener un nombre con el sonido más bello para quien me nombró. Quizás, muchos quizás. Sólo Dios sabe de estos misterios
…y quizás, Dios, me devuelva todo lo que tengo para dar y no lo dí…
 …mis lágrimas, mis sonrisas y mi amor…
   Se destroza mi corazón y no sólo eso. Se destrozan mis manos y no sé porqué.
   Ellos, los honorables, también levantan sus manos. ¡Oh! Lo hacen por mí. Ellos también tuvieron, cada uno, su paraíso. Entienden de estas cosas. Y, como Adán y Eva, fueron expulsados de sus refugios; del de cada uno, del de todos. De este grande y pequeño paraíso de la humanidad
…a mí no me expulsó Dios, no sé que hice, aquí no hay manzanas…
  Yo escuché tu voz distorsionada. Seguramente, ellos las suyas. También pude escuchar esa otra voz que resuena como un trueno en noche cerrada, pero que dicen que ilumina cuando aprieta el miedo. La del alfha furioso protegiendo a sus cachorros reunidos en manadas, con sangre en sus uñas y carne entre sus dientes, matando y matándose para hacer vivir. Dicen que no es leyenda que se lo puede ver bajo el espejo del sol, recortándose en la noche. Vigilando amenazante, trepado en el peñasco de su propia espalda, aullándole a la luna: “¡Eso no se toca!”
…el lobo ya no está y la luna es sorda…
   Ellos levantan sus manos y a nadie hacen cosquillas. A nadie le hablan estirando sus bracitos como lo hago yo ahora. No, honorables señoras y señores. Ese no es el gesto. Eso no es desperezarse para contar sus sueños. Parece que olvidaron. Perdidos en academicismos, filosofías y algunas intenciones, olvidaron sus refugios. Levantan sus manitos como si quisieran elevar sus cerebros al cielo
…y mi cielo, mi mar y mi refugio, ya son el cubículo del infierno…
   El can Cerbero muestra sus dientes y, a vos, yo no pude tan siquiera morderte con mi boca desdentada
…mi cielo y mi mar son el patíbulo…
   Grito en el agua. Estallan las burbujas y mi aliento dice: “Soy inocente”.
   Yo también levanté mi mano aquella buena vez que los honorables levantaron las suyas para que ningún criminal en esta, nuestra porción de tierra, camine sus pasos por el pasillo del patíbulo
…juro que esa vez no la levanté por desperezo…
   Ahora levanto mi mano y juro por la Patria, ante estos Santos Evangelios, juro por Dios y por el Diablo y por quien puta sea, juro
…que te quiero...
   Aquí soy mayoría absoluta, pero no tengo quórum.
   Ya cortaron el único cordón que me unía a vos y a través tuyo al universo. Ahora me doy cuenta, al fin, que también aquí hay cuchillos afilados. Ya veo el horizonte.
   Me estoy yendo… Adiós.
   Y a él, a Dios, sólo le pido una cosa, sólo una. Que en el último instante de mi ínfimo Apocalipsis

…me deje conocer tu cara…







Autor: Cristian Crucianelli

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sábado, 12 de julio de 2014

Desde lo alto



   ¡Volar..! ¡Volar..!  

  El fuselaje se inclina. Las ruedas abandonando el acero. Estoy en el aire. Pronto, el mar es una masa azul y silenciosa. Se desliza bajo el avión con sus ondas que esconden en las profundidades su misterio. Las alas cortan la noche en dos tonos de azul. Arriba, el cielo salpicado de estrellas, azul cristalino, tridimensional. Abajo, un azul verdoso y platinado, con su movimiento incesante. Todo es un gran espejo dividido en falsos reflejos. 
   Desde niño me emocionaba ver aquellos aparatos atravesando las nubes, surcando el viento, desobedientes de la ley natural.
   Fue cuando el hombre pudo volar, cuando despegó sus pies plomizos de la tierra dejando atrás polvo revuelto; fue en ese maravilloso instante, en el que se convirtió en semidiós; cuando dejó de arrastrarse como una serpiente sobre la grava.
   ¡Volar..!
   Un desafío a la luna, un acercamiento al sol, a las estrellas. Nació un nuevo paisaje, redondo, total. La tierra clavada allí -donde debe estar- abajo, como un lienzo manchado de quietud. Un animal torvo que necesita del cielo para calmar su sed. Que necesita del aire para sobrevivir. Todo, abajo, es parásito y perezoso. El aire y el cielo no necesitan nada. El cielo contiene mil mundos. El aire, finge no existir para que nada perturbe su vuelo tranquilo.
   ¡Volar..!
   Cerrar los ojos y jugar con el universo. Abrirlos y contemplar la más mágica de las pinturas.
   El rugir de los motores es una música metálica que acelera los sentidos, que aísla en una completa soledad, sintiéndose uno mismo el único, el absoluto único.
   Imprimo velocidad. La butaca parece tragarme. Los ojos se entrecierran. El paisaje se transforma, se hace inatrapable, abstracto. Si no hay belleza, hay que ir en su búsqueda.
   Acelero, muevo los deflectores y me elevo. Las alas, que parecen nacer de mis hombros, me inclinan.
   El mundo se mueve. Estoy suspendido en el aire, así como Dios se suspende en algún lugar del Cielo.
   Y el mundo se mueve... se mueve para mí.
   Abandono mi cuerpo al vértigo del máximo movimiento. Nubes nocturnas me atraviesan penetrando el metal, mi piel, mi carne, huyendo húmedas hacia el pasado.
   Dejo el mar. Vuelo sobre la tierra, sobre su pesadez. Los ríos la agrietan lastimándola, como rajaduras en un muro. Puentes, caminos: cemento, cemento por todos lados. Pequeños caseríos. Maquetas que desaparecen en dibujos borrosos. Y a lo lejos... la gran ciudad. Se agiganta con sus luces titilantes, como una falsificación del cielo.
   Sé que la tomo por sorpresa. A medida que me acerco, mi corazón brama con las turbinas. Ya estoy arriba, dominante. Puedo ver las calles con sus autos deslizándose como insectos rastreros. Veo los edificios, hacia lo alto, tratando inútilmente de rozar la piel del cielo; y los pequeños puntos moviéndose sobre el cemento.
   Desgraciada ciudad: ¡Me cago sobre tu bajeza! ¡Vuela, ciudad..! ¡Vuela..!
   
El delirio ha comenzado. Me elevo, aceleración a velocidad máxima. Muevo mis alas y giro a cientochenta grados. Debo regresar. No me agrada la idea de tener que descender aunque sea un instante. Pero, seguramente, antes de llegar al portaaviones, me estará acariciando la tibieza dorada del amanecer, después del bombardeo.





Autor: Cristian Crucianelli

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martes, 3 de junio de 2014

Huesos de la boca



A veces mordemos para estar solos, y lo logramos. El diente 

se clava profundo y saca sangre... de su propia encía. En 

tiempos así, algunos de quienes transitan cerca tambalean;

otros definitivamente caen, algunos en silencio, otros con 

estruendo. Pero hay quienes ni tambalean ni caen y, sin 

ruidos ni alharacas ni siquiera estruendo, se encaprichan en 

poner su mano dentro de tu boca. Estos son los que, cuando 

vuelve la fiesta, son siempre bienvenidos, en medio de 

fanfarrias o el más humano de los silencios.










Autor: Cristian Crucianelli


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viernes, 30 de mayo de 2014

Alas cortadas


Desplegó sus alas con lentitud, de cara al abismo. Comenzaba un ritual sagrado. Su sombra, 
proyectada sobre el suelo rocoso, parecía ser lo último que lo ataba a la tierra. 
Ráfagas de viento arremolinaban su larga cabellera, como a danzantes llamas de fuego 
negro. Arqueó el cuello hacia atrás hasta que sus ojos fueron cegados por la luz del sol. Los 
cerró para concentrar en su piel la sensación del beso salvaje del viento y el rumor del aire, 
único sonido que sus oídos quisieron escuchar en ese instante de pasión. La mente en 
blanco, el cuerpo tieso, sacudido por breves pero frenéticos temblores de placer. Ser 
sin límites. Animal del aire, dominador de las alturas. Mente febril, cuerpo sumiso y 
gozoso. Y el profundo espacio incitando al salto final. Es el irresistible llamado del vacío. 
Traspasar la barrera de los elementos, en un viaje sensual al infinito y volver... volver...
-Es el momento Javier. El viento es favorable. Saltá.
Dobló las piernas, inclinó el cuerpo hacia adelante con cada músculo en tensión. Sus alas 
formaron el ángulo preciso... pero dudó, y la duda en ese crucial instante podía ser fatal. Si su 
salto no era lo suficientemente fuerte el viento lo llevaría contra las rocas.
-Saltá Javier, por favor.
Me miró suplicante para que lo ayudase con un impulso, aquél que su indecisión le hizo 
faltar.. lo empujé.
Por lo poco que llegué a ver asomado en el risco, comprendí que algo estaba fallando. Javier 
desapareció muy pronto de mi vista. Caía pesadamente... sus alas enredadas.
Descendí de prisa, con el ánimo agitado por un triste y tardío presagio. Lo que me esperaba 
abajo era una visión del infierno.
La cabeza estaba destrozada. Un reguero de sangre, como si tuviera vida propia, aún se 
esparcía por la roca. Las piernas desarticuladas, enroscadas en forma grotesca. Una costilla 
sobresalía del torso, erecta y filosa, con trozos de carne desgarrada adheridos al hueso curvo 
en forma de hoz.
Abracé su cuerpo contra el mío, tratando de darle vida con mi calor. El rostro desfigurado se 
hacía irreconocible, incluso para mí que lo tenía apretado contra el pecho. Miré hacia el cielo 
y, por un instante, lo vi flotar entre las nubes, volando en el aire celeste. 
Bajé los ojos con la esperanza de encontrar entre mis manos sólo a un triste espantapájaros. 
Pero la sangre caliente de Javier mojando mi piel delató la ilusión de creerlo en lo alto, con 
las alas desplegadas...
-¡Pero... las alas! ¡Por Dios! ¿Dónde están tus alas?
Ahora estoy encerrado en una jaula. Me están destrozando. Aquí no hay espacio para 

desplegar las alas. Mis músculos se van entumeciendo. Me preocupa la falta de movimiento y 
la comida. Me obligan a comer cuatro, o hasta cinco veces por día. ¡Yo como cuando quiero!
Me estoy poniendo muy pesado para volar. Si al menos pudiese estar en el patio con los 
otros, allí no hay techo, es un amplio espacio abierto. El muro no es muy alto; con unos días 
de práctica podría intentar un vuelo rasante y lograr escapar de este lugar espantoso.
Me preguntaron si te había empujado. No lo negué. ¿Por qué debía hacerlo? ¿Encontraste a 
Dios? ¿Cómo es? ¿También tiene alas?
Pedile, por favor, si puede cambiar las cosas aquí abajo. Esto es muy triste. Nadie ansía 
volar. Ni siquiera saben que poseen alas; no se les notan, pero si supieran que sólo depende 
de ellos...
En una de las paredes de mi celda puedo leer el sufrimiento de la gente; la obra desesperada 
de aquellos que me precedieron. Artistas del dolor, tallaron con sus uñas en el muro un 
patético entretejido de vida y muerte, dibujo canalla de una naturaleza insana. El dolor de 
creer que no se es más de lo que se es. Y se sienten tan seguros de ello, que cierran la gran 
puerta sin saber que están quedando del lado de adentro.
Sufro por todos ellos... también por mí. ¿Puede ser tan vil nuestro destino? ¿Vos estás bien? 
¿Es cierto que allí todos los vientos son favorables? Aquí el viento me cuenta cosas 
desgarradoras, noticias de otros lugares olvidados por Dios. 
Trae olor a sangre. Es tiempo de guerra. Puedo oír el grito de los niños con sus juegos 
interrumpidos por algún idiota.
¿Qué será de nosotros, si enterramos el amor en algún lugar que ya no recordamos? ¿Por 
qué dejamos morir a la imaginación? ¿Qué les diremos a nuestros hijos, cuando nos falte el 
aliento, una vez que nuestras alas hayan sido destrozadas?
Tuvo que haber un olvido... ¿Pero... quién olvidó a quién? ¿Dios a nosotros? ¿O nosotros a 
Él?
Bien sabés que no es bueno, Javier, tener los pies constantemente en la tierra. El corazón se 
endurece. La quietud marea la mente. El alma se vuelve turbia, envileciendo nuestras 
acciones. Los rostros se desfiguran; pero claro, como a todos les sucede lo mismo, ¿quién 
nota la diferencia?
¿Sabés?, me preguntaron el por qué de mi belleza. Yo les hablé del beso del viento alto; de 
las aguas acariciantes de las nubes, antes de hacerse lluvia; de la tibia cercanía del sol, 
contándonos leyendas del más allá, secretos del infinito. De cómo las estrellas llegaron a ser 
estrellas con sólo desearlo. Que un día se adormecieron abrigando un deseo y durmieron el 
sueño de sus anhelos, del que todavía no despertaron. Y el mar azul de la noche batiendo en 
sus olas a las durmientes, haciéndolas titilar... suavemente, muy suavemente, para no 
despertarlas de su apacible sueño.
Les conté lo que el sol nos había dicho cuando habló de la luna, que no llegó a ser estrella 
porque sufre de insomnio. Cada noche de luna llena intenta su descanso. Poco a poco se 
adormece, hasta casi lograrlo. Pero despierta impaciente, antes de tiempo, sin conseguir el 
milagro de ser estrella; resignándose a ser, otra vez, luna llena. Por ella lloran los lobos, que 
saben de su tristeza. Aúllan al cielo para consolarla, hasta la próxima vez. Alguna noche 
dormirá su sueño... la noche que callen los lobos.
Y el sol sabe de esto y de mucho más. Los cometas, emisarios de las estrellas, esparcen sus 
bagajes de historias en sus largos viajes; sólo mensajes nuevos, sólo buenos mensajes.
En este absurdo lugar todos se burlan de mí. No creen nada de lo que digo.
Tengo un nombre agradable, sin embargo me llaman Idiota. Otros me dicen "el 14010", el 
número está impreso en mi camisa. Hace tanto tiempo que nadie me llama por mi nombre, 
que temo olvidarlo.
Javier, te extraño.
¿Podré volver a volar? ¿Nunca más volaremos juntos? Un vuelo en solitario no es lo mismo. 
¿Con quién compartiré las alturas, el dulce vértigo de estar vivo, el simple don de soñar?
Mi rostro ya no es el mismo. Mis ojos extrañan al sol. He perdido la alegría de vivir. Me estoy 
muriendo Javier...
Todos los días, al atardecer, a través de la ventana de mi celda, llegan las sombras y, con 
ellas, el hombre que odia. Me obliga a comer y, cuando mi plato ya está vacío, me golpea con 
saña hasta verme vencido, yaciente en el piso. Y así todas las tardes, una tras otra.
Hoy es mi cumpleaños. Y no estuve solo. Por la mañana, decenas de pájaros posaron en mi 
ventana. Decile a Dios al oído, Javier, que le estoy agradecido.
Más tarde llegaron las sombras y tocaron mi cuerpo, que comenzó a temblar febrilmente. 
Entró el hombre que odia. Me ordenó que comiera. Su voz me llegaba aletargada, como a 
través de un sueño neblinoso.
-Quiero verte comer, Idiota.
Me acurruqué contra la pared, mi mirada absorta en el hueco de la ventana, deseando que la 
noche cayera de una vez por todas. Me pareció ver algo en el cielo...
El hombre que odia me tomó de los cabellos y volteó mi cabeza. Una extraña sonrisa se 
dibujó en sus labios. Levantó el palo y lo bajó con violencia. Caí pesadamente al suelo, 
sintiendo un agudo dolor. Hice un intento para incorporarme, cuando noté con horror, que una 
de mis alas sangraba...
Javier, ahora sé que si las sombras de los atardeceres no cambian su presagio, pronto 
llegará el día en que volar será sólo un recuerdo. Cortarán mis alas, y me encerrarán para 
siempre... dentro de mi cabeza.

Tengo frío, Javier...







Autor: Cristian Crucianelli


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domingo, 16 de marzo de 2014

Dibujo



Mi libro, el tuyo, es un grito en silencio. Es quebrar los 

huesos de un pecho por mucho tiempo apretado. Es abrir 

los brazos en cruz, en exposición, no hay otra manera de 

comenzar un abrazo... 

Mas cuando todo termine, cuando el grito descanse, 

encenderás la luz. Abrirás sus hojas y, para sorpresa de 

nadie, sólo vas a leer en ellas un único dibujo de una 

cicatriz.   










Autor: Cristian Crucianelli

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lunes, 17 de febrero de 2014

El viaje


   Los últimos detalles sobre el viaje que estaban preparando sólo despertaron en mí cierta curiosidad, pero no más que eso. Se los veía muy sueltos, distendidos. Hablaban entre ellos como si estuvieran tratando algún tema de mucha importancia. Sin embargo, no había gestos adustos ni cosa que se le pareciese. Por el contrario, sus frases eran interrumpidas frecuentemente por risas y comentarios livianos. Después de todo se trataba de un viaje de placer. Yo me desentendí de aquello. No sé por qué me aburre todo lo que no me concierne. Quiero ser claro, algunas veces me aburre que hablen de mí. En ocasiones, me fastidia. Pero en general me gusta ser el centro de atención. Como éste no era el caso, me alejé. Sólo unos metros, 10 metros para ser preciso. Conté mis pasos: 15, alargados una tercera parte, como los de un referí. Desde allí los observé: sus rostros brillando bajo la luz artificial... Los que no podía ver brillaban aún más. Es que algunos de ellos me daban la espalda. Yo podía ver sus ojos a través de sus cabezas. No sólo eso, podía ver con sus ojos a todos y a cada uno de ellos. También podía verme a mí, allí parado, a 10 metros, 15 pasos alargados, para ser más preciso. ¡Qué ser hermoso soy! Di una vuelta lentamente, con ademanes de modelo. Lentamente. Hombros altos. Cabello negro, cortado prolijamente en la nuca. Piernas largas de movimientos seguros. Anchas espaldas. Y las manos entrelazadas, inquietas, acariciándose una a la otra. Son hermosas manos. Todos siempre lo dicen. No sé como no se cansan de hacerlo. A mí me cansan. A veces me aburren. Y mis ojos, ¡Dios!, aquellos ojos pueden ver lo que quieren; de la forma que quieran. Dicen que son tristes. Yo no los veo así. Es que vieron demasiado. Demasiado. ¿Que son escondedores? Sí, ¿cómo no serlo? ¿Quién puede ver lo que han visto? Son muchas imágenes, con sus olores propios, traídas desde lejos a ocupar su lugar en la memoria. Instantáneas con movimiento. Luces que iluminan la oscuridad de los recuerdos, unos sobre otros. Cúmulos de nubes que atraviesan el cielo cambiando sus formas continuamente, proyectando sus sombras deformes en el suelo que no quieren pisar. ¡Ay, mis ojos! Afectados. Afectivos. Son míos y de nadie más. Son increíbles, y eso, los enaltece. Además, son míos, de nadie más. Cuando era niño vivía dos veces cada momento. Uno, porque sí. El otro para el recuerdo. No he olvidado ninguno de ellos, puedo asegurarlo. Mi madre sacando afuera sus pechos hacia mí, con sus ojos llenos de lágrimas; porque así es como la recuerdo. Llenos de lágrimas. La leche tibia, amarga; el olor a alcohol. El sabor a alcohol de todas las cosas impregnado en mis ojos que miran desde lejos. A 10 metros justos, exactos. A 100 metros, para ser más preciso. Son hermosos. Si los cierro lo son más aún. Cambian de color. Rojos, azules, dorados, a veces blancos. Cansados más que tristes. ¿Qué sabe alguien de la tristeza? A ella nadie sobrevive. Te llama con un dedo. Sensual, te atrae hacia sí, y te besa. Te da calor. Te acaricia. Y después te come. Despacio. Te habla al oído mientras te come. Y te dice: "No hay dolor bebé, no hay dolor...". Y sangrás pequeños hilos de sangre. Muy pequeños, pero nunca se detienen. Desaparecés. Y ya está. No hay tristeza. Las pestañas, como llaves, guardando el secreto que sólo puede abrir una lágrima. Son hermosos mis ojos. ¿Quién pudo verlos alguna vez? Los ojos son para ver, pero también para ser vistos. No son dos fosas en la negra tierra de los ciegos. Están hablando del viaje. Los escucho a la distancia, y nadie escucha a mi corazón latir con la fuerza que lo hace. Puedo ver todas las cosas. Puedo ver al ave posar en la rama del roble con una paja en el pico. Lleva calor a su nido. Y oír todas las cosas. Oír el rumor en la luna. Ese rumor que tiene mandato sobre los mares. Puedo ver, a mucha distancia, como un niño es despojado de su comida. Y oír los aplausos de los que sólo tienen manos para aplaudir la condecoración de algún uniformado. Mientras alguien arde en las llamas tratando de salvar a alguien. No puedo oír las risas. Pero las huelo. Creo que están hablando de mí. No me importa, estoy muy lejos. No pueden verme... mientras no los pise. El viaje está por comenzar. Decidieron que soy yo el que debe partir. Han preparado una valija con mis ropas. Dicen que me  visitarán seguido. No me importa. Me dejo llevar. 
  Oigo una voz que me  dice: "No hay dolor bebé, no hay dolor...". Pero no me importa...  no la escucho.








Autor: Cristian Crucianelli

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