Algo había pasado en la villa. Los perros
habían desaparecido, el barro estaba más pegajoso. Los chicos jugaban sin
gritar. El cielo era un espejo oscuro que doblaba las formas y nos envolvía.
Doña Jacinta, la vidente, no se animaba a
hablar del futuro. Decía que se había acabado... Repetía una historia
pueblerina harto conocida. Lo hacía como si la adivinara de su bola de cristal,
que ya no brillaba, habían cortado la luz eléctrica.
Esa noche, alrededor de unas tantas fogatas,
se escribieron en el aire las primeras partes de leyendas que con el tiempo
otras gentes convertirían en realidad. El aire estaba húmedo, y el silencio se
presentaba entrecortado entre frase y frase, entre palabra y palabra. Las luces
de las fogatas amarilleaban los rostros. Las historias contadas parecían ser
leídas de las hojas mohosas y ajadas de inmensos libros inconclusos. Los más
jóvenes contaban historias a los ancianos y ellos debían luego contarlas a los
muertos.
Algo había pasado en la villa. Los gatos se
revolcaban en los charcos, las ratas ya habían sido comidas. En los estrechos
pasillos podía verse cruzar a los vecinos, pero en un instante tan ínfimo que
nadie lograba reconocerlos. A lo lejos se escuchaba una melancólica melodía de
organito. Las mujeres, vestidas de
negro, lloraban sin lágrimas un eterno funeral; mientras las prostitutas daban
sus pechos a los recién nacidos. Nadie asesinaba a nadie, y el cura estaba sin
trabajo, mendigando algo para comer. Las flores nacían marchitas, sin embargo, algunas
de ellas florecían. Dicen que sólo aquéllas, que en alguna noche de su efímera
vida, fueran guardadas entre las hojas de un libro.
Los ancianos fumaban cigarros armados con
papel de diario y una mezcla de tabaco y una selección de yerbas cultivadas en los baldíos del lugar.
En grandes fumatas elegían los sucesos más importantes; los demás, eran
exhalados por la nariz, formando espesas constelaciones de humo, mayormente,
prensa amarilla.
Resonaban murmullos de amor en las esquinas,
y nadie podía esconderse en los rincones. Los pájaros comían de las manos de
los niños y minutos más tarde regresaban con un trinar exótico y cristalino.
Los árboles estaban en los lugares de siempre, sólo las marcas en sus cortezas
-corazones e iniciales- habían cambiado de árbol. Las promesas de amor, hechas
en un lugar, sólo mudaban de
geografía...
Comencé a sentir el ruido de las gotas de
lluvia en la madera. Sonaban apagadas y frías. Mi cuerpo tieso se elevaba a más
de un metro sobre el sendero fangoso.
Los cuatro hombres más fuertes
soportaban todo el peso. Bajamos silenciosos hacia el cementerio. La
lluvia se hizo más intensa.
Algo había pasado en la villa, y yo
comenzaba a sentir lo mucho que la extrañaría.
Autor: Cristian Crucianelli
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