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viernes, 18 de octubre de 2013

La villa

   
   Algo había pasado en la villa. Los perros habían desaparecido, el barro estaba más pegajoso. Los chicos jugaban sin gritar. El cielo era un espejo oscuro que doblaba las formas y nos envolvía.
   Doña Jacinta, la vidente, no se animaba a hablar del futuro. Decía que se había acabado... Repetía una historia pueblerina harto conocida. Lo hacía como si la adivinara de su bola de cristal, que ya no brillaba, habían cortado la luz eléctrica.
   Esa noche, alrededor de unas tantas fogatas, se escribieron en el aire las primeras partes de leyendas que con el tiempo otras gentes convertirían en realidad. El aire estaba húmedo, y el silencio se presentaba entrecortado entre frase y frase, entre palabra y palabra. Las luces de las fogatas amarilleaban los rostros. Las historias contadas parecían ser leídas de las hojas mohosas y ajadas de inmensos libros inconclusos. Los más jóvenes contaban historias a los ancianos y ellos debían luego contarlas a los muertos.
   Algo había pasado en la villa. Los gatos se revolcaban en los charcos, las ratas ya habían sido comidas. En los estrechos pasillos podía verse cruzar a los vecinos, pero en un instante tan ínfimo que nadie lograba reconocerlos. A lo lejos se escuchaba una melancólica melodía de organito. Las  mujeres, vestidas de negro, lloraban sin lágrimas un eterno funeral; mientras las prostitutas daban sus pechos a los recién nacidos. Nadie asesinaba a nadie, y el cura estaba sin trabajo, mendigando algo para comer.     Las flores nacían marchitas, sin embargo, algunas de ellas florecían. Dicen que sólo aquéllas, que en alguna noche de su efímera vida, fueran guardadas entre las hojas de un libro.
    Los ancianos fumaban cigarros armados con papel de diario y una mezcla de tabaco y una selección de  yerbas cultivadas en los baldíos del lugar. En grandes fumatas elegían los sucesos más importantes; los demás, eran exhalados por la nariz, formando espesas constelaciones de humo, mayormente, prensa amarilla. 
   Resonaban murmullos de amor en las esquinas, y nadie podía esconderse en los rincones. Los pájaros comían de las manos de los niños y minutos más tarde regresaban con un trinar exótico y cristalino. Los árboles estaban en los lugares de siempre, sólo las marcas en sus cortezas -corazones e iniciales- habían cambiado de árbol. Las promesas de amor, hechas en un lugar, sólo mudaban de  geografía...
   Comencé a sentir el ruido de las gotas de lluvia en la madera. Sonaban apagadas y frías. Mi cuerpo tieso se elevaba a más de un  metro sobre el sendero fangoso. Los cuatro hombres más fuertes  soportaban todo el peso. Bajamos silenciosos hacia el cementerio. La lluvia se hizo más intensa.

   Algo había pasado en la villa, y yo comenzaba a sentir lo mucho que la extrañaría.






Autor: Cristian Crucianelli

cristian_crucianelli@yahoo.com.ar
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