Te vas, mujer. Llegó la hora.
Tu mano acaricia y duele. El último beso tiene sabor a no ser el último.
Llorás. Yo no puedo. Todo mi cuerpo es una lágrima congelada.
El futuro es tiempo de dolor conjugado en tu nombre; la proyección de una
ausencia tirana. El pasado es un recuerdo maldito; cuanto más dulce, más
amargo. El presente... el presente es el arrepentimiento de haber sido feliz.
Te vas y yo quedo. Te vas, el mundo es tuyo. Yo quedo en ningún lugar, en
este sitio sin nombre. Mis pies no tienen donde apoyar su errática quietud. Se
hunden en tierra blanda. Para mí quedará un sólo e inmenso camino; un gran
desierto sin senderos, y yo un punto que brilla perdido en una mancha negra,
inacabable.
No nos diremos adiós. A Dios le haré rendir cuentas por haber creado este
momento.
Escucho la sirena de todos los barcos llamándote y mucho lamento no haber
nacido sordo. No lloro, porque no puedo, pero el hielo se quiebra silencioso en mi
interior. Algo parecido sucedió, cuando alguien que ya no soy, fue arrancado de las
entrañas de su madre.
Hay en tu corazón un armario de vieja madera con infinitos cajones, buscá aquél
en que se lea la palabra ‘olvido’. Guardame en él y cerralo para siempre. Arrancá
todas las etiquetas y arrojalas al mar por la popa de tu barco. Que la profundidad
de los océanos las guarde como un tesoro que jamás, pero jamás, será hallado.
¡Alejarse, alejarse…!
Cuando sueltes el último abrazo arrancarás mi piel, y mis huesos quedarán
desnudos, temblorosos.
No te vuelvas a mirarme. Nada encontrarás si lo hicieras, nada... Yo volveré
mi vista atrás, donde mis ojos queden ciegos, buscando a tientas en un miasma
oscuro, el mejor de mis recuerdos.
Luego... mi memoria cometerá un suicidio.
Autor: Cristian Crucianelli
cristian_crucianelli@yahoo.com.ar
*Todos los derechos reservados
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