...deciles que no me toquen!
Mauro, deciles
que estoy bien así. Que nada tiene de extraño. Que es lo que todos esperamos;
mentiles si es necesario, pero que no me toquen.
Estuve muy solo los últimos días, los
últimos años. Por eso, deciles que no me toquen ahora.
Es una nube gris, ¿sabés? Es como tener frío, mucho frío. Pero llega un
momento en que no sentís nada, simplemente, nada.
Después de tantos intentos, de cada respiro,
de tantos latidos, uno dice basta, y es basta.
...qué queda? Y qué importa qué queda si yo
no estoy. Deciles que no me toquen, Mauro.
De chico solía esconderme en los cajones de
frutas, o debajo de la cama, o en la heladera vieja del fondo, detrás del
gallinero. Esto es parecido, pero antes no me encontraban. Ahora estoy
expuesto, Mauro. ¿No ves como me miran? ¿Qué están esperando? ¿El reparto de
pedazos? Parecen cuervos en el alambrado, restregando sus picos, sacándoles
filo. Sus garras están apretadas... Que
no me toquen Mauro.
Muy pocos sueños se cumplieron. Los otros,
los más importantes, quedaron atrapados en una trama sensible de fantasías y
deseos; una red paralela a la vida, una ilusión
esperanzada y doliente. Lo que no fui, lo que no tuve, todo lo que perdí
antes de poseer, los aromas que no olí, la música que no escuché, la cena
siguiente a la última cena, el banquete de despedida, el futuro post-mortem. La
casa que no habité, los brazos que no me abrazaron. Los
besos. Las manos que te acarician... Que no me toquen, Mauro.
Algo huele mal. Hay demasiados colores.
Demasiadas flores para mi gusto. Nunca pude saber, ¿las flores huelen a
cementerio o los cementerios a flores?
Ya no hay chicos en la familia, ¿no? Será
por eso que me voy. No lamento tanto tener que irme como el no oír el grito de
los pibes en el jardín, en las siestas imposibles; en los patios sembrados de
juguetes. Las tardes de lluvia bajo el chorro de agua del alero de la casa
vieja, refrescando el bochorno de aquellos veranos que doraban sus pieles
rosadas. Ahora, a nadie arde el sol. Nadie se estremece bajo el agua fría, y el
alero sigue chorreando sólo para mojar las baldosas ardientes del verano. Ya no
quedan niños, Mauro. Los reyes magos murieron y no encontramos sus tumbas para
llorarlos.
Que a mí no me lloren, que no me toquen,
Mauro... y que cierren la tapa de una vez.
Autor: Cristian Crucianelli