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martes, 10 de diciembre de 2013

Mariposa


Ella tenía sólo cuatro años, fue en una cena familiar con sus abuelos, un tío y su papá. Ya terminando la cena, éste, presintiendo un futuro cercano, le pregunta a su hija: '¿Qué pasaría si alguna vez alguien nos separara?' La niña se llevó un bocado de arroz con queso derretido a la boca, lo masticó en silencio y lo tragó. Luego, hizo 'hombritos' y, mirando al aire de manera despreocupada, dijo: 'No importa, yo me convierto en mariposa y vengo igual'. Y siguió comiendo su plato preferido. Cada uno de sus queridos sentados a la mesa congelaron sus gestos; con sus tenedores suspendidos a mitad de camino a la boca, atragantaron sus palabras. Se miraron entre ellos. El tío, también un niño, esbozó una sonrisa, tratando de entender lo que para él era difícil entender. El abuelo empañó sus ojos duros de cristal. La abuela abandonó la mesa para ocultar su llanto. Y yo, su padre, esbocé una sonrisa; acaricié su mejilla, y le mentí: 'Podés estar tranquila, bebé, seguí comiendo, nada de eso va a pasar. Desde niño, cada vez que deseé la llegada de las mariposas, ellas siempre volvieron'. Desde esa noche, mi madre, cada vez que ve una en el jardín, le habla, le dice cuánto la extraña, y le pide, por favor, 'no te vayas'. El abuelo tiene la mirada dura, tan dura...! muy dura, para que no se rompa; el tío sigue sin entender lo que jamás podrá entender. Y yo... desde hace años vienen a mí bandadas de mariposas. Hay algo que se transformó en mi piel, algo que convirtió el amargo sudor del cansancio y el dolor, en dulce néctar. Sí, las mariposas se posan en mi cuerpo, y cada día son más. Se están despidiendo; abandonan su cuerpo, que una vez fue crisálida, luego mariposa. Ahora, las escucho batiendo en sacudidas ondulantes sus alas, desprendiendo en el aire (en ese aire de una crisálida de primavera ya casi convertida en estío) el pigmento de sus colores. El viento, con sus pinceles rosados, sonrojarán tus mejillas; los verdes y azules tornasoles, darán contornos a tus párpados; los negros, el rímel; y los blancos, iluminarán la risa de tu boca. Los amarillos prismados en eclipse de sol, harán de tus ojos dos destellos. Yo te mentí, mi preciosa; te mentí, mariposa. No pude evitar que nos separaran... En cambio vos, y no sé de qué manera, te escabulliste por la cerradura de tu celda, y volaste hacia mí. Lo hiciste hasta en las frías noches de invierno, en que, de haber nevado, hubieras soportado el frío y el peso de los cristales de nieve sobre tus frágiles alas. La tormenta ya pasó y la nieve ya no enfría. No creo que vuelva a mentirte, la nieve no volverá a ser fría... eternamente cada mariposa tendrá abrigo en algún hueco de la cavidad de mi pecho. Hay un agujero que ahí quedó abierto para siempre como puerta de entrada.
¡Oh, mariposa!, mariposa, mariposa, te estás acercando... ahora vuelvo, voy aquietar al viento.








Autor: Cristian Crucianelli

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sábado, 9 de noviembre de 2013

¡Imposible!


¡Qué fácil que es abandonarte!
¡Qué fácil no mirar atrás, dejar de ser uno mismo, ajustar los huesos, y marchar! 
Yo te busqué.
Te busqué en la tierra y sólo dejé huellas. Te busqué en el aire, y me culparon por gritar tu nombre... demasiado fuerte. Me volví loco buscándote, y mi mente pidió más demencia. (Mientras tanto, las señoras, en la casa de té, limpian las comisuras de sus labios con servilletas de seda).

Si al amor le llegó su hora, que descanse agónico en el lado sucio de la piedra. Pero yo estoy vivo, y cada mañana borro las letras talladas en mi lápida.
Cuando en la oscuridad se mece el fantasma de la ausencia, cierro mis ojos y te enciendo en luces de neón. Y te busqué en el mar.
Te busqué en la luna y en el sol... demasiado cerca.
El sueño ya no viene y estoy agotado, pero el loco se rebela y no se mata. Es que, si no llora el payaso, ¿a quién le tocará hacerlo...?
Y en las mañanas, vacías mis manos de pan y manteca, revuelvo la cuchara para que no cuaje la primera capa. Me miente el agua al lavar mi cara. Me miente la almohada al devolver tus besos.
Te busqué.
Te busqué en los surcos de la vieja música; y en el frenesí de los recitales. Lastimé mis manos, hasta sangrar sus huesos, rasguñando el fondo de todos los espejos.
Pero no hay manera.
Quedé tirado al lado del camino y dejé de andar.
Que el mundo se dé vuelta, si quiere. Nadie ha de caer. Al menos, no yo. 

Yo sostendré la pared que se yergue tras mi espalda, y que, como venas, crezca la yedra bajo mi piel.
¿Lo que quedó de mi vida...? Se lo dejo a los poetas o a los blasfemos. Lo mío es mío. Con el resto, pueden hacer lo que les plazca.
Estoy muy lejos.
Es mucho lo que necesito y el show ya no me sienta.
Estás muy lejos.
Un pedazo de mi mente me dice lo que tengo que hacer, otro pedazo lo que tengo que callar. Y algunos otros me dicen 'Abandoná, abandoná'.

Me río y me río de todas las bestias; de las señoras y sus servilletas; de los surcos, de las lápidas y todos los espejos. Y de los payasos; y de todo el circo, que, a falta de público, les dan niños de comer a los leones.
¡Qué fácil es aplaudir desde afuera de la jaula, mientras dentro, sólo tu mano intenta detenerlos!

¡Qué fácil que sería abandonarte!
¡Nada más fácil!
¡Imposible!










Autor: Cristian Crucianelli

* Primer borrador (09/11/2013)
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viernes, 18 de octubre de 2013

La villa

   
   Algo había pasado en la villa. Los perros habían desaparecido, el barro estaba más pegajoso. Los chicos jugaban sin gritar. El cielo era un espejo oscuro que doblaba las formas y nos envolvía.
   Doña Jacinta, la vidente, no se animaba a hablar del futuro. Decía que se había acabado... Repetía una historia pueblerina harto conocida. Lo hacía como si la adivinara de su bola de cristal, que ya no brillaba, habían cortado la luz eléctrica.
   Esa noche, alrededor de unas tantas fogatas, se escribieron en el aire las primeras partes de leyendas que con el tiempo otras gentes convertirían en realidad. El aire estaba húmedo, y el silencio se presentaba entrecortado entre frase y frase, entre palabra y palabra. Las luces de las fogatas amarilleaban los rostros. Las historias contadas parecían ser leídas de las hojas mohosas y ajadas de inmensos libros inconclusos. Los más jóvenes contaban historias a los ancianos y ellos debían luego contarlas a los muertos.
   Algo había pasado en la villa. Los gatos se revolcaban en los charcos, las ratas ya habían sido comidas. En los estrechos pasillos podía verse cruzar a los vecinos, pero en un instante tan ínfimo que nadie lograba reconocerlos. A lo lejos se escuchaba una melancólica melodía de organito. Las  mujeres, vestidas de negro, lloraban sin lágrimas un eterno funeral; mientras las prostitutas daban sus pechos a los recién nacidos. Nadie asesinaba a nadie, y el cura estaba sin trabajo, mendigando algo para comer.     Las flores nacían marchitas, sin embargo, algunas de ellas florecían. Dicen que sólo aquéllas, que en alguna noche de su efímera vida, fueran guardadas entre las hojas de un libro.
    Los ancianos fumaban cigarros armados con papel de diario y una mezcla de tabaco y una selección de  yerbas cultivadas en los baldíos del lugar. En grandes fumatas elegían los sucesos más importantes; los demás, eran exhalados por la nariz, formando espesas constelaciones de humo, mayormente, prensa amarilla. 
   Resonaban murmullos de amor en las esquinas, y nadie podía esconderse en los rincones. Los pájaros comían de las manos de los niños y minutos más tarde regresaban con un trinar exótico y cristalino. Los árboles estaban en los lugares de siempre, sólo las marcas en sus cortezas -corazones e iniciales- habían cambiado de árbol. Las promesas de amor, hechas en un lugar, sólo mudaban de  geografía...
   Comencé a sentir el ruido de las gotas de lluvia en la madera. Sonaban apagadas y frías. Mi cuerpo tieso se elevaba a más de un  metro sobre el sendero fangoso. Los cuatro hombres más fuertes  soportaban todo el peso. Bajamos silenciosos hacia el cementerio. La lluvia se hizo más intensa.

   Algo había pasado en la villa, y yo comenzaba a sentir lo mucho que la extrañaría.






Autor: Cristian Crucianelli

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*Todos los derechos registrados

sábado, 31 de agosto de 2013

*Submarino

  
¿Lo podés ver? 

   Ahí, mirá; arriba, entre los pájaros. Flota, miralo; cálido por la luz del sol. Un submarino en el aire. Oí las trompetas; escuchá las campanas borrachas. Algo está naciendo. No te lo pierdas. Apoyá tu cabeza en mi hombro y llorá, llorá todo lo que quieras. Sí, es un regalo. 

   Con el tiempo, alguien podrá bajarte la luna o abrir el agua de los mares. Pero nadie más hará flotar un submarino en el aire. 

   ¿Podés oír el sonido de las estrellas brillando, abriéndose a su paso? El sol se vuelve azul y pequeñas motas de nieve caen hacia arriba y se arremolinan como mariposas. Es una fiesta, Michelle, es tuya. No me mires así. Yo no hice nada, simplemente tenía que suceder. Si mantenés tu mano en la mía, haremos caer esa tristeza dominical de los últimos tiempos y reiremos últimos. Un submarino en el aire... ¿Te acordás de tu hamaca? Un submarino en el aire y el globo terráqueo con una mordedura de dientes sonrientes rebotando de un lado al otro del universo. El extremo de un hilo atado a uno de sus polos y el otro sostenido por la mano de un niño que corre y corre, sin pensar en nada porque el viento le pega en la cara. No necesita otra cosa. Alguien se lo regaló. 

   Yo no sé quien te regaló un submarino en el aire. No, yo no fui, no me creo tan poderoso, no tengo imaginación. Pero, ¡cómo me hubiera gustado hacerlo! Mi regalo sólo pretende convencerte de que esto es real; que los monstruos jamás pueden apagar la luz ni descolgar sueños del cielo. 

   ¡Si alguien más pudiera captar este momento, todo sería tan distinto! ¡Y que corriera a dar la buena noticia y trajera a sus queridos, y sus queridos, a los suyos... 

   ¿Le obsequiarías a quien te lo pida tu submarino volador? 

   Mirá cómo estiran las manos. Cada una de ellas podrá acariciarlo sólo con que vos lo desees. Y todos juntos podrán dar un paseo sacando las manos por las ventanillas; pedaleando y pedaleando, la hélice nunca se detendrá. Yo te voy a saludar desde aquí en cada vuelta al mundo. Podés beber el agua dulce de la lluvia y hacerla correr por tu cara. 

   Todos ya gastaron mucha tristeza, es tiempo de primavera y algo está naciendo. Atravesá la puerta sin temores, del otro lado la imaginación está dibujando tus próximos días. Contale tus deseos, pintalos con tu color preferido y dejalos brillar. 

   Hay luz en los sueños y en ellos un submarino flota en las nubes. No sé quién te lo regaló. Pero, ¡cómo me gustaría haber sido yo! 

   Mi regalo es sólo el ansia de que sucediera. Y sucedió, hija, sucedió.









Autor: Cristian Crucianelli


*(Bosquejo a corregir)
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martes, 20 de agosto de 2013

Hoy, por favor, no


Durmiendo el sueño de cada noche, del otro lado de mi mente, no alcanzo a ver 

el camino. La luz del verano no llega a calentar mis huesos. Entonces, ¿qué?, 

¿debo creer que ya es demasiado tarde? 

No pongas tus dedos en mis labios, no es la manera. Podemos arrojar el amor 

muy lejos. Pero la canción va a ser la misma. Caminamos hacia el mismo filo del 

nunca jamás. Y, stop, vos nunca vas a estar más lejos que a una silla de la mía. 

Juguemos al juego que más te guste, pero no pongas tus dedos en mis labios. 

Apenas sé lo que tengo que decir, pero de todas maneras lo voy a decir. 

Entonces, hacete a un lado, apagá la luz y no hagas ruido. 

La noche llegó a su color más triste y quiero escuchar su sonido. Después veré que 

pasa, pero ahora no voy a cerrar los ojos. Al menos, por hoy, voy a esconderme 

en alguna fugaz manera de explotar, y los millones de pedazos de carne pueden 

que armen otro cuerpo al que alguna boca le hable. 

No es un mal día. Sólo es un día de locos (como tantos otros). ¿Te dije alguna vez 

'no te me acerques'? ¿Por qué debo repetírtelo?

Es tiempo de invierno para mí y las nubes no se apiadan, no se corren, no llueven. 

Apagá la luz y no hagas ruido. O, sí querés, ponete a gritar, a bailar (hasta la 

muerte); o a llamar a todos los demonios y hacer el amor con ellos. Pero ni se te 

ocurra tocar mis labios con los tuyos. Mañana será otro día. Sí, quizás, mañana 

sea otro día. 






Autor Cristian Crucianelli


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domingo, 14 de julio de 2013

Nieve y barro

   
    El río corre silencioso bajo las sombras de las nubes. Una luna moribunda se adormece en el cielo agrietado del amanecer. La helada comienza a levantarse, mezclándose con la bruma quieta del río. Puede oírse a la distancia el chapoteo de remos hundiéndose en el agua. El sol emerge gélido, perezoso, con sus primeros rayos tímidos atravesando el bosque. Las campanas de la iglesia despiertan el sueño de los pobladores, con sus golpes de hierro frío.
   En una granja cercana, una comadre se afana entre las piernas abiertas de una mujer, sus manos humean ensangrentadas. El muchacho corta leña detrás del establo. Se escucha el ruido del hacha golpeando la madera, y, entre golpe y golpe, las voces de las campanas resuenan metálicas en el aire. Los gemidos dentro de la casa detienen los brazos que parten leños cubiertos de escarcha. El joven marido, hacha en mano, entra presuroso a su casa. Del norte, ennegrecido por un cielo bajo, surge el viento en forma de nevisca. El humo de las chimeneas se escapa hacia un sur, aún más lejano que el horizonte. Puede percibirse el acre olor de los maderos húmedos ardiendo en los hogares, o el del pan tostándose en los hornillos.
     En la granja, un grito animal estremece al caserío. Los vecinos se acercan. La nieve comienza a caer cubriendo poco a poco las calles y los tejados. El muchacho sale de la casa con el hacha apretada en sus manos. Clava sus pies en el lodo. Lodo y nieve. Nieve y barro. Corre, corre; cruza el puente y corre junto al río. La nieve cae y se disuelve en el agua. El corre resbalando a cada tranco en la nieve acumulada en la orilla. Un grupo de campesinos reunidos junto a una gran fogata tratan inútilmente de detenerlo. No  responde  a  sus  gritos. Corre por la orilla del río. A través de la cortina de nieve puede ver la escalera de la iglesia. Corre. Abre sus puertas y cae de rodillas gritando: "Silencien las campanas. Mi niño ha nacido bobo".
    El filo del viento lleva las palabras a toda la aldea. Se acallan las campanas. Nieve sobre la nieve, barro sobre el barro.
     La nieve cae en silencio bajando del cielo su tristeza. Dios también está hecho de barro.
    El muchacho llora en la iglesia levantando el hacha hacia Jesús crucificado. Mientras tanto, del otro lado del río, en la granja, una hembra acurruca en sus brazos al niño. Su lengua hinchada aprieta el pezón, de donde sale el cálido líquido.

     En la iglesia, el joven padre parte en pedazos los maderos de Jesús crucificado.








Autor: Cristian Crucianelli
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jueves, 20 de junio de 2013

Suicidio



  Te vas, mujer. Llegó la hora.

  Tu mano acaricia y duele. El  último  beso tiene sabor a no ser el último. 

Llorás. Yo no puedo. Todo mi  cuerpo  es  una  lágrima congelada. 

   El futuro es tiempo de dolor conjugado en tu nombre; la proyección de una 

ausencia tirana. El pasado es un recuerdo maldito; cuanto más dulce, más 

amargo. El presente...  el presente es el arrepentimiento de haber sido feliz.

   Te vas y yo quedo. Te vas, el mundo es tuyo. Yo quedo en ningún lugar, en 

este sitio sin nombre. Mis pies no tienen donde apoyar su errática quietud. Se 

hunden en tierra blanda. Para mí quedará un sólo e inmenso camino; un gran 

desierto sin senderos, y yo un punto que brilla perdido en una mancha negra, 

inacabable.

   No nos diremos adiós. A Dios le haré rendir cuentas por haber creado este 

momento. 

   Escucho la sirena de todos los barcos llamándote y mucho lamento no haber 

nacido sordo. No lloro, porque no puedo, pero el hielo se quiebra silencioso en mi 

interior. Algo parecido sucedió, cuando alguien que ya no soy, fue arrancado de las 

entrañas de su madre.

   Hay en tu corazón un armario de vieja madera con infinitos cajones, buscá aquél

en que se lea la palabra ‘olvido’. Guardame en él y cerralo para siempre. Arrancá 

todas las etiquetas y arrojalas al mar por la popa de tu barco. Que la profundidad 

de los océanos las guarde como un tesoro que jamás, pero jamás, será hallado.

   ¡Alejarse, alejarse…! 

  Cuando sueltes el último abrazo arrancarás mi piel, y mis huesos quedarán 

desnudos, temblorosos.

  No  te  vuelvas a  mirarme.  Nada  encontrarás  si lo hicieras,  nada...  Yo volveré 

mi vista atrás, donde mis ojos queden ciegos, buscando a tientas en un miasma 

oscuro, el mejor de mis recuerdos.

   Luego...  mi memoria cometerá un suicidio.






                                                                            Autor: Cristian Crucianelli

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domingo, 12 de mayo de 2013

En tu sangre


Niña, fuimos injustamente separados.
Niña, nos han robado.
Mis dientes me comen por la noche; se mastican, hueso a hueso hasta molerse. No hay peor pesadilla que la que no se soñó. Los poros sangran sumo amargo y el cerebro suda en su carrera inflamada de minutos. 
Nos robaron.
El tiempo se despliega en un Big-Bang espástico y, estúpidamente, cambia su norte. Volteo mis ojos hacia donde creo me aguarda la esperanza. 
Al menos, creo...
No hay lugares y son pocos los caminos. Todos comienzan y terminan en mi cuerpo. Se angostan, y en un punto de encuentro se concentran y ahí se quedan, sólo para doler. 
¡Artista! 
La poesía grita maniatada. Sus dedos amoratados serpentean el papel, dejando tras de sí las palabras que serán leídas y aplaudidas cien años después por los felices. 
Duele. 
Los artistas duelen entre el infierno y la nada. 
Sólo los idiotas intentan cambiar este mundo diseñado por otro idiota. 
¡Bienvenido idiota! 
El caos se conserva. Pero la última bestia entre las bestias, un hombre, se adueñó de su destino, metiéndose en su carne como hueso. 
Yo.
Y yo, ya hombre bestia artista idiota, tomando a la muerte por su rubia cabellera, acepto el desafío.
Y marcho.  
El hombre piensa.
El artista grita.
La bestia muerde.
El idiota llora.
Y yo hago mi parte.
En algún sendero hacia el final, en algún rincón del paraíso, me espera el abrazo de tu manto. La mancha de mi sangre no va a ser la herencia que te dejo. Te lo juro. 
Porque no hay Dios, vos me creaste. 
No voy a fallar. Vuelvo a jurarte.
Nos robaron. Yo hago mi parte.
¿Y si somos inmortales?
La muerte es sólo un puñal clavado en un pliegue de la historia. Llegado el momento de su tajo, su propósito, será inútil y tardío. 
Te dejo para siempre una premonición, un presagio, una certeza. Con el tiempo tu dedo me señalará, felizmente, culpable: 'Ése, no me ha abandonado'. 
Somos inmortales.
Mientras tanto, transfigurado en mil seres, sigo cabalgando mi camino. Galopo como lobo solitario en la nevisca; esperando, a oscuras, la próxima flecha que saque de mi pecho la que ya lo atraviesa. Algún día, tus mínimos dedos, uno a uno, retirarán sus filos. Hundirás tus manos en el hueco, y mi sangre reposará en el cuenco de tus manos. Tu piel no llegará a humedecerse. No es ése el lugar de mi promesa. 
Me heredarás. 
Y si la duda te miente; y si mi sangre con un soplido del demonio se evapora; cuando no te quede un último y mísero lugar donde encontrarme, no me busques. Levantá un puño al cielo, abrí tus dedos hacia el sol y, a trasluz, me vas a ver en un color. Ahí voy a estar. Ahí estuve siempre.


  





Autor: Cristian Crucianelli

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viernes, 3 de mayo de 2013

Pequeño mar



   Es domingo. Estoy de visita en la casa de mis padres; de visita en mi propia casa, la que fue mi casa. Y todo me parece tan extraño, tan ajeno y tan mío...
   Les digo a mi esposa y a mis hijos que entren, que me esperen unos minutos mientras termino de bajar las cosas del auto.
  Entre la correría de sus nietos mis padres salen a recibirme y, ya golpeadas sus mejillas de besos y apretados sus pechos de abrazos, me ayudan con las botellas de vino, la carne y el pan para el asado.
   Se detienen en la puerta de la casa y me miran esperando que los siga. Yo estoy ensimismado en medio de mis recuerdos, apoyado contra el auto, con una mano inmóvil sosteniendo la tapa del baúl. Escucho a mi madre que me dice: "¿No vas a entrar, hijo?". No le contesto.
   Mi padre, muy experto en leer el corazón de las personas, dice risueño: "Dejalo, vieja; no se va a escapar. ¿No  es cierto, Ale?” -y con un guiño agrega-: “Yo te aviso cuando esté listo el fuego".
   Muy probablemente, él sabe lo que siento cada vez que retorno al barrio de mi niñez, a mi casa. Él no pudo volver a la suya, allá, en su Italia, y sabe que nunca va a volver...

   Recuerdo cuando de pibe, entre cañas y aparejos, me llevaba a pescar a la Costanera.  "Allí nací yo" -decía señalando el río (él le decía mar). "Allí, muy lejos, del otro lado del mar" -sus ojos, fijos en el horizonte, se agrietaban como vidrios rotos.
   Recuerdo aquello como si fuera hoy. Yo miraba la punta de su dedo fuerte y tembloroso, y pensaba: "¡Qué lástima que papá no sepa nadar!"








Autor: Cristian Crucianelli

domingo, 14 de abril de 2013

Falling down


Mujer

¡Hay tantas formas de acariciar tus formas

y tan pocas de abandonarlas…!

En la noche el artificio se pierde,

y la piel es más animal.

Mis manos huelen el camino

y, en las curvas perversamente tenues, se confunden.

Hiere la tersura y, en espiral,

caigo del principio al final.

Del hueco de tu boca a la boca de tu sexo,

allí, donde algo ancestral de mí, desea morir.











Autor: Cristian Crucianelli

jueves, 31 de enero de 2013

Las baldosas ardientes de aquel verano


    ...deciles que no me toquen! 

  Mauro, deciles que estoy bien así. Que nada tiene de extraño. Que es lo que todos esperamos; mentiles si es necesario, pero que no me toquen.
   Estuve muy solo los últimos días, los últimos años. Por eso, deciles que no me toquen ahora.
   Es una nube gris, ¿sabés?  Es como tener frío, mucho frío. Pero llega un momento en que no sentís nada, simplemente, nada.
   Después de tantos intentos, de cada respiro, de tantos latidos, uno dice basta, y es basta.
   ...qué queda? Y qué importa qué queda si yo no estoy. Deciles que no me toquen, Mauro.
   De chico solía esconderme en los cajones de frutas, o debajo de la cama, o en la heladera vieja del fondo, detrás del gallinero. Esto es parecido, pero antes no me encontraban. Ahora estoy expuesto, Mauro. ¿No ves como me miran? ¿Qué están esperando? ¿El reparto de pedazos? Parecen cuervos en el alambrado, restregando sus picos, sacándoles filo. Sus garras están apretadas...  Que no me toquen Mauro.
   Muy pocos sueños se cumplieron. Los otros, los más importantes, quedaron atrapados en una trama sensible de fantasías y deseos; una red paralela a la vida, una ilusión  esperanzada y doliente. Lo que no fui, lo que no tuve, todo lo que perdí antes de poseer, los aromas que no olí, la música que no escuché, la cena siguiente a la última cena, el banquete de despedida, el futuro post-mortem. La casa que  no  habité, los brazos que no me abrazaron. Los besos. Las manos que te acarician... Que no me toquen, Mauro.
   Algo huele mal. Hay demasiados colores. Demasiadas flores para mi gusto. Nunca pude saber, ¿las flores huelen a cementerio o los cementerios a flores?
   Ya no hay chicos en la familia, ¿no? Será por eso que me voy. No lamento tanto tener que irme como el no oír el grito de los pibes en el jardín, en las siestas imposibles; en los patios sembrados de juguetes. Las tardes de lluvia bajo el chorro de agua del alero de la casa vieja, refrescando el bochorno de aquellos veranos que doraban sus pieles rosadas. Ahora, a nadie arde el sol. Nadie se estremece bajo el agua fría, y el alero sigue chorreando sólo para mojar las baldosas ardientes del verano. Ya no quedan niños, Mauro. Los reyes magos murieron y no encontramos sus tumbas para llorarlos.
   Que a mí no me lloren, que no me toquen, Mauro... y que cierren la tapa de una vez. 


  



Autor: Cristian Crucianelli